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La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal[1]
Rodolfo Cerrón-Palomino[2]
El trabajo se centra en el desarrollo y evolución de los estudios de lingüística andina referidos al quechua, al aimara, al uro y al puquina, lenguas que en algún momento de la historia se dieron cita, como en un verdadero crucero idiomático, en el vasto altiplano (hoy peruano-boliviano), cuna de la civilización andina, en el que aún subsisten algunas de ellas, pero en el que también perduran, a través de su legado silencioso, aquellas que dejaron de existir, no sin antes enriquecer culturalmente a las sobrevivientes, imprimiendo su sello indeleble en la nutrida toponimia que solo aguarda al lingüista especializado para leer el mensaje histórico ancestral cifrado en ella.
Introducción
Gracias a la extraordinaria oportunidad brindada por la Universidad Nacional del Altiplano (UNA), a través de su por entonces recién creado Programa de Maestría en Lingüística Andina y Educación, de cuya planta docente formé parte como profesor visitante por espacio de dos décadas (1985- 2003), a caballo entre el siglo pasado y el presente, y en virtud del Programa de Educación Bilingüe firmado entre el gobierno peruano y la GTZ de Alemania, implementado en convenio con esta Universidad (1980-1990), con el objeto de impulsar la educación bilingüe entre las comunidades de habla quechua y aimara de la región, creo estar en condiciones de ensayar un bosquejo del desarrollo de los estudios de lingüística y prehistoria andinas, que recibieron un gran impulso en la universidad altiplánica, con repercusiones que trascendieron el ámbito no solo regional sino nacional, y aún internacional. En tal sentido, en las secciones que siguen se intenta ofrecer un balance apretado de los progresos alcanzados por las subdisciplinas relativas a la lingüística quechua, aimara, uro y puquina, en ese orden, tal como se desarrollaron entre fines del siglo pasado y comienzos del presente.
1.- Lingüística quechua
Gracias a la revolución científica de los estudios quechuísticos ocurrida a comienzos de la segunda mitad del siglo XX, con los trabajos pioneros de dialectología y lingüística histórica de Gary Parker (1963) y Alfredo Torero (1964), quienes fuimos sus alumnos y seguidores tuvimos la ocasión de desprejuiciarnos tempranamente de los mitos enmascaradores que hasta entonces guiaban el pensamiento de nuestra intelligentzia criolla en materia de interpretación de la lengua y la cultura quechuas.
Uno de tales mitos, quizás el más arraigado, por el hecho de haberse forjado en la colonia, es la entronización del quechua cuzqueño como la variedad modélica, que no solo tendría como cuna de origen el Cuzco, sino que habría logrado imponerse en todo el territorio del Tahuantinsuyo, acompañando a las huestes conquistadoras de los incas, pero al mismo tiempo bastardizándose, es decir, perdiendo la pureza de su estructura al contacto con otros idiomas, a medida que se alejaba de la metrópoli y se imponía en nuevos territorios. De esta manera, las distintas manifestaciones dialectales de la lengua en los espacios del antiguo imperio, como por ejemplo el quechua puneño o el altiplánico en su conjunto, vendrían a ser “corrupciones” de aquella variedad primordial emergida del Pacariytambo o surgida a orillas del Huatanay.
Pues bien, los estudios dialectológicos y comparativos que se encargaron de desmontar dicho paradigma conceptual demostraban de manera contundente que: (a) el quechua no se había originado en el Cuzco; (b) que, por consiguiente, no podía ser la lengua originaria de los incas; (c) que el quechua cuzqueño era un dialecto igual que sus demás pares dialectales; (d) que tales dialectos integraban una misma familia lingüística; (e) que unos dialectos son más conservadores que otros, pero que ninguno de ellos tiene la palma de ser el más puro o el original; y (f) que, en todo caso, el punto inicial de partida de la protolengua habrían sido la costa y sierra centrales del Perú. De hecho, el libro de Lingüística quechua (1987), cuya publicación fue patrocinada por el Programa de Educación Bilingüe (PEB) tenía la virtud de exponer de manera accesible los postulados que se acaban de mencionar.
Había llegado la hora de la reivindicación de los estudios quechuas referidos a los dialectos no cuzqueños, entre ellos el puneño o el ayacuchano, para mencionar solo a los dialectos sureños, cuyos hablantes, bajo el peso de la ideología lingüística tradicional señalada, consideraban su dialecto como inferior o “menos puro” que el cuzqueño, tenido como el paradigma de la excelencia idiomática. No obstante la estupenda demolición de los prejuicios lingüísticos mencionados, los rasgos compartidos entre el quechua cuzqueño y el puneño (por ejemplo, el manejo de las consonantes aspiradas y glotalizadas, pero también el desgaste de las consonantes en posición final de sílaba), en oposición a otros dialectos sureños, como el ayacuchano (que desconoce tales propiedades), determinaron que quienes comenzamos a trabajar en Puno, ya sea en la docencia como en la preparación de materiales didácticos, no nos centráramos en el estudio y la descripción de la variedad puneña, en el falso entendido de que sus estructuras eran semejantes a las del cuzqueño, lo cual si bien es cierto en términos generales, no lo es, sin embargo, tan pronto como uno mira los datos con mayor atención. Sirva esta reflexión como una suerte de autocrítica, atenuada quizás por el hecho de que nuestra comprensión global del fenómeno lingüístico altiplánico solo cobraría mayor precisión al compás del aprendizaje de las otras lenguas del entorno.
Con todo, no dejaría de ser importante el conocimiento, aunque fuera parcial, de la gramática del quechua puneño. No como producto del trabajo de campo y del análisis de los datos cosechados en él sino, más bien, a través de los materiales de educación bilingüe elaborados por el PEB para la atención de los alumnos quechuahablantes de la región, por entonces bajo su control y aplicación. No olvidemos que mediante el programa mencionado, se ensayó en el Perú, por vez primera y en gran escala, lo que los planificadores idiomáticos conocen como desarrollo intelectual y estilístico de una lengua, consistente en adecuar la estructura de esta a los efectos de su empleo no solo como vehículo de instrucción, sino también de reflexión metalingüística y de intelectualización. Es así como se produjeron, aparte de las guías didácticas y los desarrollos temáticos en lengua indígena para los distintos grados de enseñanza, materiales de lectura y escritura en quechua y en aimara, buscando no solo recoger las manifestaciones de la literatura oral tradicional, sino también fomentando la creatividad de los propios asesores idiomáticos del programa. Uno de tales materiales fueron los textos de Yanamayu ayllu, preparados por los miembros del equipo de quechua del programa y sus estudiantes (Chuquimamani y Komarek 1983; Büttner y otros 1984).
Pues bien, ¿qué de importante tiene dicha producción, aparte del mero ejercicio de trasuntar y transferir de lo oral a lo escrito temas y motivos propios de una localidad de la región? La respuesta nos la dio el investigador holandés Willem Adelaar, una de las autoridades mundiales en lingüística amerindia. En 1986 Adelaar publicó un estupendo trabajo, como todos los suyos, con el título de Aymarismos en el quechua de Puno. En dicho estudio, cuyo material de base fue extraído de los textos de Yanamayu Ayllu, el autor daba a conocer la lista impresionante de una docena de sufijos de procedencia aimara completamente incorporados en el quechua puneño. Tan asimilados estaban tales sufijos en la morfosintaxis del quechua puneño, que los propios hablantes de la lengua no solo no los advertían sino que, al informarse de su procedencia en clase, negaban rotundamente usarlos en su habla. Fue necesario demostrarles lo contrario haciéndoles ver los textos que ellos mismos habían preparado. Y es que, como dice el dicho, “quien solo su lengua sabe ni siquiera conoce su lengua”. En efecto, para advertir tales elementos hace falta desarrollar un mínimum de conciencia idiomática y paraeso estaban ciertamente los cursos de gramática, como los que comenzamos a desarrollar en el Programa de Lingüística Andina y Educación de la UNA.
Después de todo, como podrá inferirse, era natural que el quechua puneño tuviera la impronta gramatical del aimara, con solo recordar que lupacas y pacases, ancestros de nuestros estudiantes del programa (con alumnos peruanos y bolivianos), habían comenzado a quechuizarse solo hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, como ocurrió con todos los pueblos de habla aimara. De manera que los hallazgos de Adelaar pronto comenzaron a divisarse, en mayor o menor medida, en las variedades del Cañón del Colca y naturalmente en el quechua boliviano. Pero no solo la influencia aimara se manifestaba en la morfología, sino también en la fonología que, con la participación de los alumnos de nuestros cursos, fue manifestándose de manera más nítida, mostrando su fisonomía propia, diferente de la variedad cuzqueña y, obviamente, con mayor influencia aimara que en aquella; piénsese, por ejemplo, en la aspiración compensatoria de las consonantes tras el desgaste de las codas, rasgo ausente en la variedad cuzqueña, pero presente en el aimara, responsable último de dicho fenómeno.
En el campo de la lexicografía, si bien tampoco se hizo un esfuerzo de compilación del léxico general de la lengua, tarea que está por hacerse, y que permitirá descubrir el legado cultural que la lengua heredó no solo del aimara, sino del uro y del puquina, la atención estuvo dirigida, de manera más restringida, al estudio del vocabulario razonado de la actividad agraria (Ballón Aguirre y otros 1992) y al del léxico quechumara de la papa (Ballón Aguirre y Cerrón-Palomino 2002). Tales trabajos, que contaron con la participación decisiva de Emilio Chambi y Edgar Quispe, por entonces aprovechados alumnos del programa, dirigidos por el Dr. Enrique Ballón Aguirre, asiduo profesor visitante del programa y una de las autoridades internacionalmente reconocidas en lexicografía y semántica, constituyen un verdadero esfuerzo teórico y metodológico por presentar el léxico de los campos semánticos referidos, buscando interpretarlo y definirlo a partir del conocimiento subyacente que tienen los hablantes de la organización formal y semántica de su universo cultural y patrimonial, verbalizado en sus intervenciones como hablantes nativos de la lengua. En esta empresa, como en las anteriores, sobra decirlo, las pesquisas idiomáticas adquieren forzosamente un carácter poliglósico y no monoglósico, como resultado de la historia cultural y lingüística del pueblo altiplánico.
2.- Lingüística aimara
Si en el dictado del curso de Lingüística Quechua del programa podíamos desenvolvernos con bastante solvencia, dada la formación y el conocimiento que teníamos de la subdisciplina, no ocurría otro tanto con el aimara. Y ello, por la sencilla razón de que no existía en el país un solo especialista en el campo, y en San Marcos, el único centro en el que se hacía lingüística andina, jamás se le había prestado atención a dicha lengua. En el plano nacional, basta recordar que el gobierno militar oficializó el quechua (1975), pero ignoró el aimara, en tácita aplicación de la tesis del quechuismo primordial del Perú, tan presente en la logósfera intelectual peruana, en la que no cabía lugar para otra lengua que no fuera el quechua.
Cuando en 1975 el gobierno militar nombró una comisión encargada de elaborar un alfabeto para el quechua, como parte de las acciones emanadas del Decreto 21156 que lo oficializaba, la entidad convocada produjo lo que se designó como el alfabeto pandialectal del quechua, un cuadro alfabético teóricamente válido para todos los dialectos de la lengua, hecho que en sí constituía un triunfo de los lingüistas que participamos en la comisión, ya que la propuesta asumida se imponía sobre la visión tradicional según la cual por quechua debía entenderse solo quechua cuzqueño. Siendo realistas, aun cuando se hubiera pensado en el aimara como lengua reivindicable, no habría habido en todo el territorio nacional personas calificadas que pudieran haber sido convocadas para formar parte de una comisión implementadora de una ley como la de la oficialización del quechua.
Ahora bien, cuando por iniciativa de Madeleine Zúñiga el Centro de Investigación de Lingüística Aplicada (CILA) de San Marcos organizó en 1983, en coordinación con el Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, un Taller de Escritura Quechua y Aimara con el objeto de revisar el alfabeto oficial panquechua de 1975 y de proponer, esta vez, otro para el aimara, no hubo un solo especialista en este idioma que pudiera proponer un abecedario práctico que surgiera del análisis fonológico y gramatical de la lengua; y los pocos hablistas que participaron en el taller, como era de esperarse, no se mostraban seguros respecto de su propia competencia lingüística, por las mismas razones que mencionamos al principio: en tareas semejantes no basta el saber nativo de una lengua, pues hace falta una conciencia reflectora mínima sobre ella, y esto se consigue con los cursos de lenguaje que en otros tiempos ofrecían nuestras escuelas y colegios. Con todo, si bien provisionalmente, en la propuesta tentativa del taller estaban sentadas las bases de lo que vendría a ser más tarde el alfabeto aimara.
Una década después del trabajo de la comisión encargada del panalfabeto quechua comenzó a operar en Puno el Programa de Educación Bilingüe en un espacio en el que se daban cita las dos lenguas mayores sobrevivientes del Perú. En adelante ya no podía dejar de atenderse al aimara ni en los medios académicos ni en los programas de educación bilingüe. En materia curricular del programa de maestría debían ofrecerse los cursos de gramática quechua y aimara. Si teníamos especialistas para la primera lengua, ¿dónde encontrar aimaristas nacionales? Simplemente no los había; entonces, no quedaba sino buscarlos al otro lado del Titicaca. Así es como durante los primeros semestres, los cursos de aimara del programa estuvieron a cargo de una especialista norteamericana, Lucy Briggs, discípula de Martha Hardman, quien había trabajado previamente en el aimara de Yauyos, pero después había preferido dirigir un programa de estudios e investigación del aimara paceño en su universidad de la Florida. Para la preparación de los materiales didácticos del PEB se tuvo que convocar igualmente a un exalumno aprovechado de Hardman, el aimarista paceño Juan Carvajal.
En cuestiones de escritura, el PEB ya había comenzado a emplear el alfabeto de 1975 en la producción de sus materiales tanto en quechua como aimara. Una década después, la comisión permanente surgida del taller de 1983 había conseguido, tras largas y penosas antesalas, la oficialización de los alfabetos quechua y aimara propuestos, a través de la RM N° 1218-ED del 18 de noviembre de 1985. Como resultado de ello, el programa de Puno se vio en la necesidad de revisar íntegramente los materiales educativos producidos hasta entonces, y se acogió al uso del nuevo alfabeto oficial (entre otras cosas, al uso de tres y no cinco vocales).
Surgió en el entretanto un problema dentro del plantel de docentes del PLAyE: la Dra. Briggs no podía seguir dictando los cursos de aimara y había que ver la manera de reemplazarla. Para entonces habíamos comenzado personalmente a estudiar la lengua no solo con la ayuda de algunos de los estudiantes del programa sino también revisando los materiales y vocabularios que nos llegaban de La Paz. La familiarización con las estructuras básicas de la lengua fue para nosotros una gran revelación, que hasta entonces había permanecido ajena a los especialistas del quechua y del aimara, al trabajar a espaldas uno del otro, desconociendo la gran tradición iniciada por los jesuitas de Juli (1587-1767), para quienes pasar a estudiar del quechua al aimara y viceversa había sido una práctica continua. Y era que el quechua y el aimara presentaban un isomorfismo en todos los niveles de su organización gramatical, de manera que el pase de una lengua a otra, como lo habían hecho los aimaristas de Juli, resultaba doblemente gratificante: no solo se conocía mejor la gramática del aimara, sino también la del quechua, y viceversa. Esta era una razón adicional para aprender el aimara no solo a través de los textos modernos sino también de los tratados coloniales, en especial de los monumentos gramaticales y léxicos de Bertonio, cuya actualidad, pese a los siglos transcurridos, era fácilmente rescatable y actualizable.
Había, pues, que asumir el reto de encargarse del dictado del curso de aimara. Ello significaba, en buena cuenta, retomar la tradición de los estudios aimaraicos, que se habían iniciado en el último tercio del siglo XVI, en el laboratorio idiomático en que se convirtió Juli, bajo la batuta de los jesuitas afincados allí, y que habían hecho de él un verdadero semillero de aimaristas que trabajaron denodadamente con la lengua hasta que fueran violentamente expulsados en 1767. Desde entonces, los estudios del aimara lupaca habían quedado truncos en el Perú hasta comienzos del siglo XX, cediéndole la palma al aimara pacaje, en su nueva sede de La Paz. A la vieja Choqueyapu se dirigirían más tarde, ya en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, los redescubridores de la lengua, entre ellos nada menos que Ernst Middendorf y Max Uhle. Había que retomar el trabajo de los aimaristas de Juli, y precisamente en el PEB, en virtud de que se estaban dando las condiciones para ello.
Así, para sorpresa nuestra y gran asombro de los alumnos de habla aimara, tanto peruanos como bolivianos, ocupamos la cátedra de la lengua. Estábamos seguros de que podíamos presentar las estructuras básicas del aimara casi traduciéndolas literalmente a partir de las del quechua, gracias a la capacidad predictiva que nos facultaba el carácter isomórfico de las lenguas, lo que se confirmaba a cada paso con la anuencia de los alumnos de habla aimara. Es más, el paralelismo de las estructuras del quechua y del aimara invitaba a que, lejos de estudiarse por separado estas entidades idiomáticas, bien podía ensayarse un solo curso dictado en dos semestres, con las ventajas no solo formativas de los alumnos, sino también con los resultados prácticos y económicos del sistema curricular. De esta manera, surgió el curso de Quechumara (I y II), que comenzó a impartirse desde entonces en el programa y pronto logró instaurarse no solo en las universidades de San Marcos y la Católica de Lima, sino incluso fuera del país, especialmente en Bolivia (La Paz y Cochabamba), y también en Europa (España, Holanda, Alemania), siguiendo nuestros periplos académicos. Resultado de esta gran experiencia fue también el libro Quechumara, publicado en La Paz, por vez primera en 1994 y con reedición aumentada y corregida después (Cerrón-Palomino 2008a).
Se reiniciaban de este modo los estudios del aimara en el país. Tras la expulsión de los jesuitas (1767), la atención de los estudios aimaraicos se había trasladado a La Paz, y allá iban quienes querían aprender y estudiar la lengua. El único paréntesis que tuvimos, durante esa etapa de larga duración de silenciamiento total del aimara en nuestros ambientes académicos, se dio a comienzos del siglo XX, cuando en 1905 la escuela de Propaganda Fide del Perú editó el Vocabulario políglota incaico, que tuvo la virtud de recoger los léxicos de cuatro dialectos quechuas (Cuzco, Ayacucho, Áncash y Junín) y del aimara. No sabemos, lamentablemente, quién habría sido el compilador del léxico de esta lengua, pero es posible que fuera obra de algún miembro de la orden franciscana conocedor de la variedad, con algunos retoques a cargo del jesuita boliviano Juan Antonio García, según pudimos averiguarlo. Hubo que esperar ochenta años para que tuviéramos al alcance, esta vez de manera segura en cuanto a procedencia y autoría, el vocabulario aimara moderno de Puno, preparado por Thomas Büttner y Dionisio Condori, con los auspicios del PEB: nos referimos al Diccionario aymara-castellano (1984).
Dentro de dicho contexto cabe recordar que fuera del esbozo gramatical del jacaru, variedad del aimara central, preparado por Martha Hardman como parte de su tesis doctoral, publicado en 1966 y traducido al castellano solo en 1983, no contábamos con ningún vocabulario confiable de la variedad referida y la promesa de la autora de cubrir dicho vacío nunca llegó a concretarse. De allí que fuera una verdadera lección para los lingüistas la aparición del vocabulario del jacaru preparado por una profesora de primaria, hablante de la lengua, sin más preparación que sus cursos de lenguaje y el entusiasmo por su propia habla: nos referimos al Vocabulario jacaru-castellano/castellano-jacaru (1994) de Neli Belleza Castro.
Quienes sentíamos la frustración de no poder emprender los trabajos de reconstrucción del protoaimara por no contar sino con pequeños glosarios de la variedad aimaraica de Yauyos, todos de dudosa naturaleza, saludamos y apoyamos esta excelente contribución, pues se abría la oportunidad para emprender de una vez por todas el trabajo de reconstrucción histórica de la familia lingüística, tan largamente esperado y demorado, en comparación con el del quechua. Así, en el año 2000 salió a la luz el libro Lingüística aimara, en el que se postula por primera vez las estructuras básicas del protoaimara. De paso, la comparación del protoquechua con el protoaimara, a la par que descartaba la tesis del origen genético compartido de ambas lenguas, corroboraba la hipótesis contrapuesta de la convergencia, de manera que las semejanzas que guardan entre ellas se explican mejor como resultado de largos y prolongados contactos entre los pueblos que los hablaban. Los resultados permiten sostener que fue el quechua, en verdad el protoquechua, el que se amoldó a las estructuras del protoaimara.
Se debe señalar que para la reconstrucción del protoaimara fue crucial el trabajo de interpretación filológica que habíamos venido realizando con los materiales gramaticales y lexicográficos del genio de Bertonio, pues alguna vez habíamos ofrecido en San Marcos un curso especial de lectura e interpretación de la gramática del aimarista boliviano, con ayuda de Felipe Huayhua, nuestro asistente por entonces tanto en SM como en el PLAyE. En 1987 exactamente, apareció por primera vez, para regalo de lingüistas e historiadores, la crónica completa de Juan de Betanzos, la Suma y narración de los incas (1551), que hasta entonces se conocía solo hasta el capítulo 18. Justamente en el siguiente capítulo, es decir en el 19, aparece el texto del cantar de Inca Yupanqui, llamado Pachacutiy, en el que conmemora su victoria contra los soras de la cuenca del Pampas. Pronto, la primicia betancina desató entre los lingüistas del área un debate interesante en torno a la lengua en que estaba redactado el himno y que, ciertamente, no era quechua. Participamos en él, no sin cierta acrimonia, el lingüista aficionado Ian Szeminski (1990, 1998), Alfredo Torero (1994) y Cerrón-Palomino (1998). Al margen de nuestras discrepancias, lo que quedó claro del debate es que el mencionado himno estaba compuesto en una variedad del aimara distinta de la del altiplano y que no podía ser sino la que se hablaba en la región del Cuzco. Es más, teníamos allí la mejor prueba de que, por lo menos antes de Pachacutiy, la lengua oficial de los incas era el aimara y no el quechua; el texto demostraba, de manera incuestionable, el uso de la lengua como vehículo oficial del creciente imperio. Teníamos la respuesta de qué lengua hablarían los incas, una vez demostrado previamente que el quechua no se había originado en el Cuzco.
Como se dijo, ambas lenguas comparten no solo estructuras gramaticales similares, sino también un buen porcentaje de vocabulario afín. El trabajo de reconstrucción de la protolengua allanaba el camino para intentar deslindes de orden léxico y gramatical entre aquellos elementos comunes al quechua y al aimara. Es así que en el plano léxico, y más específicamente en el terreno onomástico, comenzaron a desarrollarse trabajos de etimología, emprendidos esta vez de manera más sistemática, con la aplicación de métodos provenientes de la lingüística histórica y de la filología, como puede verse en Voces del Ande. Ensayos sobre onomástica andina (Cerrón-Palomino 2008b).
Finalmente, hay que señalar que en materia de historia externa del aimara existía, a partir de los trabajos de Torero (1970) y Hardman (1975), el consenso de que el protoaimara no se había originado en el altiplano, sino en la costa y sierra centro-sureñas del Perú. Los argumentos a favor de la hipótesis, tanto de orden documental, como onomástico y lingüístico, eran contundentes en tal sentido y dejaban en aprietos la tesis tradicional del origen altiplánico de la lengua, cuya vigencia solo podía explicarse como resultado de ideologías de corte nacionalista forjadas en el país boliviano. El hallazgo del texto del cantar no hacía sino corroborar la presencia aimara en el Cuzco como resultado de su expansión en dirección sureste, vehiculando el estado huari, y echando definitivamente por tierra la visión tradicional del quechua como lengua originaria de los incas.
3.- El uro
Uno de los temas del curso de Lingüística Andina ofrecido por el Programa de LAyE, en su parte correspondiente a las lenguas del sur andino, era el tan mentado uro. Sobre esta entidad idiomática, sin embargo, no se podía por entonces tratar gran cosa, debido a que en el Perú, y concretamente en Puno, se había dejado de hablar en la segunda mitad del siglo XX (está ausente, por ejemplo, en la famosa monografía del chucuiteño Romero, aparecida en 1928). Allí estaban ciertamente, en las islas flotantes, los uros contemporáneos, que habían perdido su lengua a favor del aimara, como lo habían hecho previamente sus congéneres de los pueblos de alrededor del lago. A lo sumo podía consultarse la bibliografía existente, tanto en el lado peruano como en el boliviano, sin mayores posibilidades de estudiar la lengua a fondo, debido a la naturaleza precaria de los materiales y a la vacilante y dudosa notación con que venían cifrados los escuetos vocabularios y los textos fragmentarios ofrecidos por sus compiladores. El registro bibliográfico en lengua extranjera, especialmente inglesa, francesa y alemana, más abundante en estos últimos casos, habiendo sido acopiado por etnógrafos, algunos de ellos aficionados, tampoco garantizaba una interpretación segura de la lengua, al no existir hablantes con quienes confrontar tales materiales. De allí que secretamente envidiábamos a algunos de nuestros alumnos bolivianos por poseer la información directa de que en Oruro, y particularmente en el cantón de Chipaya, todavía se hablaba la variedad respectiva.
Pronto nos enteramos, en efecto, de que por espacio de diecisiete años (1960-1977) había estado trabajando con los chipayas el lingüista-misionero del ILV Ronald Olson, quien pasaba largas temporadas del verano en el cantón de Santa Ana con su mujer y sus hijos. Justamente un año antes de su partida definitiva del lugar lo conocimos en Cochabamba, pero debemos confesar que entonces el uro era para nosotros tan exótico, que escapaba de nuestros intereses, por entonces estrechamente limitados al quechua. Lamentablemente, fuera de un par de artículos, uno de ellos de corte histórico, en el que intentaba probar relaciones genéticas distantes entre el chipaya y el maya (Olson 1964, 1965), el resto de los trabajos publicados por el misionero norteamericano se reducía a cartillas y textos de naturaleza bíblica, pero también de adaptaciones de la tradición oral europea al chipaya. Más tarde, cuando tuvimos contacto epistolar con el investigador, nos enteramos de que la parte lingüística de su trabajo, nada desdeñable, se reducía a un conjunto de borradores inéditos presentados a su institución. El trabajo misionero lo había ganado, ya que la obra que había ocupado la mayor parte de su tiempo era la traducción del Nuevo Testamento al vernáculo. De otro lado, sabíamos que en la primera mitad de la década de 1980, queriendo completar desde el lado lingüístico el estupendo trabajo de historia regresiva del pueblo Chipaya emprendido por Nathan Wachtel en la década de 1970 (Wachtel 2001), la lingüista francesa Lilianne Porterie, investigadora del CNRS de París, doctorada con una tesis sobre el aimara de Huancané, había decidido cubrir el vacío dejado por Olson. Luego de pasar algunas temporadas de intenso trabajo con los chipayas (1983-1985) y cuando se encontraba a punto de iniciar el estudio y procesamiento de sus materiales, cayó víctima de una enfermedad incurable, que acabó con sus ilusiones y con su joven existencia, dejando trunco todo el esfuerzo desplegado en el acopio del valioso material que apenas había empezado a procesar y que años después tuvimos la oportunidad de consultar con verdadera curiosidad y emoción, teñida de tristeza, porque tuvimos la oportunidad de conocerla personalmente en San Marcos.
Como se comprenderá, la ausencia de estudios gramaticales y lexicográficos modernos de la única variedad sobreviviente del uro resultaba frustrante para los especialistas del área. Ni Olson ni Porterie habían podido, por distintas razones, distractivas en un caso y fatales en el otro, llenar dicho vacío. Fue así como asumimos dicho reto, convencidos de que era simplemente imperdonable que, ad portas del siglo XXI, no existieran ni un vocabulario ni una gramática de la lengua preparados por un lingüista. Era urgente conseguir el apoyo de una institución que facilitara el trabajo de campo en la desolada altiplanicie orureña, presa de los vientos en agosto y de las inundaciones en febrero, donde los chipayas habían encontrado su zona de refugio, desalojados de sus antiguas querencias por sus eternos opresores aimaras.
Antes de lanzarnos al estudio de la lengua, nos habíamos pertrechado de todo el material uro disponible, como lo anunciamos, esta vez incluyendo los trabajos de Vellard y de Métraux, todos ellos en francés. Los de Métraux eran decisivos, ya que consignaban datos de la década de 1930. Los de Uhle, en alemán, así como los de Lehmann, permanecían inaccesibles aún. Para entonces ya habíamos obtenido, gracias al pedido que le hiciéramos al propio Olson (1963), una copia escueta del vocabulario chipaya, que formaba parte de sus informes de campo. Con tales materiales, habíamos intentado esbozar la fonología de la lengua, pero con resultados frustrantes ante la dificultad de interpretar rectamente las notaciones fonéticas del lingüista norteamericano, que entonces creíamos exotistas.
Finalmente, nuestros afanes por conseguir el apoyo económico para emprender el trabajo de campo se hicieron realidad. En el año 2001 se inició el Proyecto Chipaya con el apoyo del Max Planck Institut, en su sede de Leipzig (Alemania), y tiempo después del Spinoza Program, de la Universidad de Nijmegen (Holanda). Antes de viajar a Europa y gracias al interés que tomó sobre nuestro proyecto Salustiano Ayma, un antiguo exalumno boliviano de nuestro programa, tuvimos la extraordinaria oportunidad de escuchar viva voce, por primera vez, en su casa de Oruro, a un par de profesores chipayas, congregados para ese efecto por el amigo mencionado. Luego de una memorable sesión de exploración en la que tras emitir algunas frases y expresiones, con sonidos que ellos creían difíciles de ser pronunciados por quechuas, aimaras e hispanohablantes, tanto los mismos chipayas como el propio Salustiano quedaron maravillados de que pudiéramos reproducir, con bastante aproximación, incluso aquellos sonidos que consideraban complicados de pronunciar. Nuestros asombrados anfitriones no comprendían que, como lingüistas, estábamos preparados para reproducir sonidos, por muy exóticos que estos fueran; pero, además, teníamos la ventaja, por un lado, de conocer el quechua huanca, con sonidos apicales y retroflejos; y, por el otro, de haber trabajado con el jacaru, igualmente pródigo en consonantes africadas y retroflejas, y no solo simples sino también laringalizadas.
Animados por esa experiencia, antes de lanzarnos a iniciar nuestro trabajo de campo, queríamos visitar el Instituto Iberoamericano de Berlín, donde se hallaban depositados los archivos de Max Uhle y Walter Lehmann. Nos interesaba ver los materiales de Uhle, quien no solo había sido el primero en recoger datos del chipaya, en febrero de 1894, sino que también había trabajado algún tiempo después con el uro de Iru-hito; Lehmann, por su parte, había recogido en 1929 un léxico de esta misma variedad, en ingrata compañía de Posnansky (Lehmann 1937): es interesante relevar que sería el único que recogería material léxico del uro de la bahía de Puno, antes de que ella sucumbiera frente al aimara. Así, visitar el archivo y ver los materiales mencionados fue revelador. Sin embargo, enfrentábamos el mismo problema señalado en relación con los materiales anteriores, aunque en menor grado, porque la notación que empleaban los investigadores germanos en sus registros tenía dificultades en la interpretación, según lo demostraríamos en adelante. ¿Cómo resolver estos escollos de interpretación? Con lenguas muertas como el mochica o el puquina, el asunto resulta difícil si no imposible; afortunadamente, teníamos todavía al chipaya como elemento providencial de control y verificación.
El momento de la tan esperada confrontación llegó a fines de julio de 2001 cuando viajamos a Santa Ana de Chipaya, acompañados de Roberto Zariquiey, por entonces nuestro alumno de la Católica y hoy brillante lingüista, a quien lo único que le “reprochamos” es haber dejado la lingüística andina para dedicarse al estudio de las lenguas selváticas. Allí, en el pueblo de Chipaya, con la ayuda de nuestros informantes, algunos de ellos viejos colaboradores de Olson, y la acogida entusiasta y bulliciosa de los escolares que acudían a buscarnos por las tardes, comenzamos el trabajo de desentrañamiento de la gramática y del vocabulario del chipaya. Ahora podíamos beneficiarnos mejor de los trabajos previos sobre la variedad orureña, es decir, los de Uhle, Posnansky y Métraux. A partir de entonces, durante siete años consecutivos y en la misma época de julio-agosto, aprovechando nuestras vacaciones de medio año, comenzamos a peregrinar a la ciudad de Oruro, para pasar luego al cantón de Chipaya. Los trabajos de campo los realizamos en el mismo Chipaya y en la ciudad de Oruro, siempre asistidos por nuestros asesores chipayas, algunos de los cuales fueron convocados en Puno y en varias ocasiones también acudieron a Lima, en calidad de informantes, apoyándonos en nuestros seminarios. Como resultado de ello, en 2006 dimos a conocer la primera gramática de la lengua y en 2007 ofrecimos un primer intento de reconstrucción de la fonología del protouro. En el 2011 se publicó el primer vocabulario de la lengua, trabajo que no habría sido posible sin la coautoría de Enrique Ballón Aguirre, nuestro viejo colega sanmarquino, compañero de innumerables andanzas académicas por tierras altiplánicas, a un lado y otro del lago Titicaca, y con quien la UNA tiene una deuda de reconocimiento pendiente. En este contexto, tampoco debiera dejar de recordar al profesor Jaime Barrientos, uno de los egresados del programa, quien tuvo la generosidad de acompañarnos en nuestros trabajos de campo durante los últimos años.
Quienes fueron nuestros alumnos durante los inicios del Proyecto Chipaya serían testigos de cómo los datos que íbamos dando a conocer acerca de la lengua, como resultado de nuestras investigaciones, ya no provenían de segunda mano, sino de nuestra propia cosecha; es más, podíamos aprovechar mejor los trabajos de quienes nos habían antecedido, previa reinterpretación de los mismos a la luz del chipaya, que desde entonces hemos venido empleando cual si fuera una suerte de bitácora lingüística. Al contacto con esta variedad pudimos detectar cómo, incluso los más avezados investigadores de la etapa que llamamos prelingüística, habían tenido serios problemas en identificar, entre otros segmentos, las consonantes africadas y las sibilantes.
Un hecho no menos importante, en especial para nuestros alumnos del curso de LA, con trascendencia extramuros del recinto académico, fue presentarles de manera directa los materiales del uro de Ch’imu, recogidos por Walter Lehmann en un par de jornadas, en octubre de 1929. De hecho, una buena experiencia, como trabajo práctico del curso, fue ubicar al pie de los roquedales de Ch’imu, a los descendientes de los informantes del investigador germano, don Florentino Valcuna y su hijo Nicolás, para tratar de recabar de ellos los últimos vestigios léxicos de la lengua. Habiendo transcurrido desde entonces una década, solo ahora podemos sentir la satisfacción de anunciarles que ya tenemos preparado un libro sobre el uro de la bahía de Puno, justo tributo de homenaje y gratitud al pueblo de Puno y a su universidad, que supieron brindarnos generosamente su acogida y abrirnos el vasto horizonte de su entorno, dándonos la oportunidad única de estudiar su presente y su pasado idiomáticos (Cerrón-Palomino 2016a).
4.- El puquina
Los avances sobre el puquina, la llamada “tercera lengua general del Perú”, son de reciente data, de manera que nuestros alumnos del programa ya no se beneficiaron con la oportunidad de asistir a su desarrollo, como ocurrió con el aimara y el uro. Apenas tuvieron la ocasión de enterarse del estado de la cuestión de la subdisciplina en nuestro curso de LA. Entonces, solo contábamos con los estudios de Raoul de la Grasserie (1894) y de Alfredo Torero (1965) sobre el único material disponible de la lengua, el Manvale sev Rituale Pervanvm del criollo guamanguino Gerónimo de Oré, publicado en 1607 en Nápoles. Un verdadero monumento políglota colonial que consigna un total de 26 textos pastorales en lengua puquina de variado alcance (desde las fórmulas más simples del per signum crucis y del bautizo hasta las preguntas más indiscretas a los curacas so pretexto de su preparación para la confesión). Tanto De la Grasserie como Torero habían desplegado notables esfuerzos para entresacar de tales textos el vocabulario y la gramática de la lengua, en ambos casos de naturaleza inevitablemente fragmentaria, dado el género de los materiales compilados. Tratándose de una lengua muerta, los problemas de interpretación que dicho material presentaba eran numerosos: estaba mal transcrito y tenía segmentos ciegamente calcados del quechua.
Comparando ambos trabajos, el saldo a favor es naturalmente para el de Torero, que gracias al avance de la ciencia lingüística resultaba siendo un esfuerzo interpretativo mucho más sólido y convincente que el del investigador francés, que tiene partes erráticas e incompletas. La versión inicial del lingüista huachano, que le había valido como tesis del tercer ciclo de la Sorbona (no tesis doctoral, conviene recalcarlo), fue objeto de revisión y actualización constante por parte de su autor, en especial el lexicón que ofrece al final de su estudio, demostrándonos la insatisfacción personal con algunos pasajes de su trabajo. Quienes han retomado el estudio sobre lo mismo en los últimos tiempos, esta vez de manera mucho más sistemática y reveladora, son los lingüistas holandeses Willem Adelaar y Simon van de Kerke (2009). Gracias a dicho esfuerzo podemos contar con un material léxico del puquina más depurado y completo, que escasamente sobrepasa los 250 radicales identificados hasta la fecha.
De otro lado, fue también importante trabajar con los materiales de la lengua callahuaya, el mentado idioma secreto de los curanderos itinerantes de la provincia de Charazani del noreste de La Paz. La información histórica señalaba que entre los incas y los callahuayas había habido una relación estrecha, en tanto que estos habían sido no solo los cargadores de las andas de los soberanos cuzqueños, sino también los guardianes de la frontera suroriental del imperio ante los avances de los chiriguanos. Como resultado de ello, los callahuayas habían devenido en quechuahablantes, desplazando su lengua materna que habría sido el puquina. De esa estrecha relación quedaba en el vocabulario del callahuaya un porcentaje considerable de palabras puquinas, con las cuales podía cotejarse el vocabulario de Oré. Los redoblados trabajos de Pieter Muysken (2009) sobre la lengua de los herbolarios de Charazani han ayudado a conocer mejor su estructura, de origen fundamentalmente quechua, y su léxico de procedencia variada y hasta enigmática.
Un asunto importante que debió despejarse antes era el trastrocamiento o confusión secular de las designaciones de “uro” y “puquina” como si estuvieran refiriéndose a una misma lengua. La confusión, que venía desde fines del siglo XVI, aún persiste hasta la fecha entre los uros del Poopó y de Chipaya. No obstante que Nieto Polo y Uhle ya habían señalado tempranamente, y con razón, que estábamos ante dos lenguas diferentes, investigadores posteriores, entre ellos Paul Rivet y Georges Créqui-Montfort, creyeron demostrar que el uro y el puquina eran la misma lengua. Quienes se encargaron de refutar definitivamente tales postulaciones fueron Alfredo Torero (1965), en el Perú, e Ibarra Grasso (1982), en Bolivia. Para despejar toda duda respecto del asunto era importante conocer mejor la gramática del uro, lo que fue posible gracias a los trabajos que fueron apareciendo sobre este idioma.
Paralelamente, tratándose de una lengua y de un pueblo sepultados por la historia oficial incaica, fue un avance importante el trabajo de los etnohistoriadores y de los arqueólogos en su afán por identificar los pueblos de habla puquina, a la luz de la documentación colonial encontrada en el último tercio del siglo XX en los archivos de Sevilla y de Buenos Aires. Nos referimos a la Copia de curatos de la audiencia de Charcas (ca. 1600), descubierta en el Archivo de Indias por la investigadora francesa Thérese Bouysse-Cassagne (1975), y a la Tasa de la visita general de Francisco de Toledo (1570-1575), publicada por Noble David Cook. Gracias a tales documentos podía dibujarse el mapa lingüístico de la distribución de la lengua hacia fines del siglo XVI, asombrosamente coincidente con el territorio de los collas, mencionado tanto por Cieza de León como por Sarmiento de Gamboa. Corolario de ello, y de otras relecturas no menos decisivas de las crónicas, es el imperativo de distinguir en adelante a los “collas” puquinahablantes de los aimaras, mal llamados collas por la historiografía tradicional.
Gracias al aporte de la etnohistoria, y últimamente de la arqueología, fue haciéndose cada vez más necesario el enfoque interdisciplinario aplicado al estudio del puquina, como lo han demostrado los simposios internacionales llevados a cabo a fines de la primera década del presente siglo, tanto en Lima como en Europa. Lingüísticamente, una vez asumido el carácter intruso del aimara en el altiplano, cuya antigüedad en el territorio no podía ir más allá de los siglos XII o XIII, es decir, cuando la civilización de Tiahuanaco ya había colapsado, solo quedaban el uro y el puquina como las posibles lenguas del estado megalítico. Descartado el uro, por las condiciones socioculturales de sus hablantes, por excelencia moradores de las islas del Titicaca, solo el puquina podía ser atribuido a los creadores del estado altiplánico. Había que demostrar la presencia del puquina en dicho territorio para contrarrestar la idea tradicional de que toda la toponimia altiplánica era exclusivamente aimara, idea a la que se aferraban, por razones nacionalistas, los historiadores y los arqueólogos bolivianos o amigos de los bolivianos (véase, por ejemplo, Stanish 2003: cap. 3, 59).
De otro lado, había al mismo tiempo otro frente que combatir: el del quechuismo primitivo, al cual se hizo mención en las secciones iniciales de esta nota, que estaría presente en el vocabulario cultural e institucional del incario, tal como es aceptado dentro de la historia oficial incaica, consagrado en los tratados de historia como los de Rowe, Rostworowski, D’Altroy y Tom Zuidema, entre otros. Había que evaluar esa posición sobre la base del análisis filológico y semántico del vocabulario mencionado, lo que implicaba revisar críticamente la documentación colonial, comenzando por el rastreo no solo de los tratados léxicos quechuas y aimaras, sino también de las crónicas del incario, sobre todo de las más tempranas. Testigo de un primer esfuerzo de este trabajo fue la primera parte de Las lenguas de los incas: el puquina, el aimara y el quechua (2013), en el que se postula, sobre la base del estudio etimológico y razonado de los mismos, el origen puquina de nombres comunes, antropónimos, teónimos y topónimos, que antes se pensaba que eran de cuño quechua o aimara.
Un elemento importante en la identificación de términos puquinas fue descubrir que el léxico recogido en el vocabulario aimara de Bertonio acusa un considerable número de entradas atribuibles al puquina, lo cual no debiera extrañar, ya que era esperable que una lengua que desplazó a otra, en este caso portadora de una civilización importante como la tiahuanacota, recogiera el vocabulario cultural del idioma desplazado. Ocurre, además, que dicho vocabulario tiene, de manera sintomática, un ámbito de registro que no trasciende del Cuzco en su frontera noroeste. Menos aún tiene cognados en el aimara central, por lo que, por simple factorización, puede postularse como proveniente del puquina. De otro lado, el escrutinio del léxico del uro, en los diferentes glosarios y vocabularios que ahora disponemos nos permite aislar un número igualmente importante de términos tomados del puquina, hecho que, como en el caso anterior, tampoco debiera extrañar, ya que habiendo sido el uro un idioma dominado por el puquina, es natural que haya tomado como préstamos muchos términos culturales de esta lengua.
Con la ayuda de tales fuentes indirectas del puquina pueden ahora etimologizarse como propias de la lengua no solo buena parte del vocabulario político, social, cultural y religioso del imperio de los incas, sino también la onomástica en general, especialmente la antroponimia y la toponimia, como lo demuestran trabajos más recientes, algunos de ellos por aparecer, otros aún inéditos y otros más en curso. Por lo que toca a los estudios toponímicos, queda plenamente demostrada la presencia de la lengua en todo el territorio que los arqueólogos postulan para el estado tiahuanaquense en su máxima expansión, con un núcleo compacto en torno al lago Titicaca y sus flancos tanto en la vertiente occidental como en la oriental de los Andes (véase, por ejemplo, McEwan 2012 y Pärssinen 2015). Lo más importante desde el punto de vista lingüístico es que a través de los estudios toponímicos del área altiplánica se ha podido no solo confirmar el registro de algunos de los sufijos del puquina que figuran en los textos de Oré, sino también detectar otros que no aparecen registrados, pero que sin duda pertenecían a la lengua (Cerrón-Palomino 2016b).
Un asunto igualmente importante de los últimos años ha sido relacionar etimológicamente los elementos léxicos que el Inca Garcilaso atribuía al “lenguaje particular de los incas” con los del puquina, tal como se ha tratado de demostrar en el reciente libro sobre las lenguas de los soberanos cuzqueños, que ahora sabemos que tuvieron una experiencia de cambios idiomáticos sucesivos muy importantes (Cerrón-Palomino 2013). De esta manera se aportaba la evidencia lingüística a favor de las referencias mito-históricas que le asignaban un origen lacustre a los incas míticos, procedentes del “lago de Poquina”, para emplear la referencia topográfica de Guaman Poma, hecho que a su vez demuestra el carácter fundacional que tuvo el puquina en la génesis y formación del imperio incaico. Afortunadamente, en los últimos tiempos, y gracias a los encuentros de naturaleza interdisciplinaria realizados en los últimos años tanto en Europa como en Lima, es cada vez mayor el número de arqueólogos e historiadores del incario, a los cuales se vienen sumando los geneticistas (Shinoda 2015), para quienes la conexión inca-tiahuanaco, lejos de ser soslayada como mito desprovisto de historicidad, debe ser reconsiderada a la luz de los aportes de la lingüística y de la filología andinas, como se desprende de algunos de los trabajos que aparecen en el reciente volumen sobre los incas editado por el conocido arqueólogo Izumi Shimada (véase, por ejemplo, Cerrón-Palomino 2015).
5.- A manera de conclusión
En las secciones precedentes se ha referido, en ajustada síntesis, el desarrollo de los estudios relacionados con las lenguas andinas concurrentes, en el pasado y en el presente, en la región altiplánica peruano-boliviana. Tal desenvolvimiento, desplegado en el marco de las actividades del Programa de Maestría en Lingüística Andina y Educación de la UNA, es reseñado a manera de testimonio personal del autor de la presente nota, producto de su experiencia académica e investigativa como profesor visitante en el mencionado programa. Los desarrollos señalados a lo largo de la exposición inciden en aspectos sincrónicos, diacrónicos, filológicos y onomásticos de la lingüística andina en su conjunto, y en el carácter necesariamente interdisciplinario de su estudio y enfoque.
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[1] Discurso de orden pronunciado por el autor en la sesión solemne del Consejo Universitario de la Universidad Nacional del Altiplano (Puno), el 10 de febrero de 2016, con motivo de su distinción como Doctor Honoris Causa. El texto, ligeramente reestructurado y ampliado, debe ser tomado como una suerte de ofrenda intelectual del autor puesta en manos de su máxima autoridad, el Dr. Porfirio Enríquez, ex alumno aprovechado nuestro, en retribución al generoso reconocimiento de sus modestas contribuciones al desarrollo de la lingüística andina, y en particular de la lingüística altiplánica, tal como se propuso impulsar el Programa de Maestría en Lingüística Andina y Educación de dicha casa de estudios.
[2] Especialista en lenguas andinas. Magíster en Lingüística por la Universidad de Cornell y Doctor en Lingüística por las Universidades de San Marcos (Lima) e Illinois (sede de Urbana-Champaign). Contacto: rcerron@pucp.pe
Tomado de Revista del Instituto Riva-Agüero:
http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/revistaira/article/view/18675